miércoles, 11 de junio de 2008

Electropura hasta las lágrimas

Alguien me preguntó por qué me gusta correr. No supe responder. Sin embargo, días después lo entendí: Sucede después de hacerlo de manera constante durante más de 10 u 11 kilómetros. Algo pasa que me vuelvo hipersensible y que cualquier estupidez termina por conmoverme y llevarme al borde de las lágrimas.

Como en aquella carrera en Chapultepec.

En el kilómetro 13, en el punto más alto de una subida, una familia colocó una mesa con garrafones de Electropura para repartir agua a los exhaustos competidores. Un acto simple que pasaría desapercibido se vuelve conmovedor y absolutamente trascendental luego de correr por más de una hora sin aparente sentido. Y lo mismo pasa con los paisajes, las canciones, los perros ladrando y los niños volando papalotes.

Así correr es milagroso. Como escribir.

martes, 10 de junio de 2008

Cualquiera...

Hoy. Día saturado. Despertador 5.30. Llanto 5.27. Calentar mamila. Luego silencio. Bañarse. Desayuno. Café. Abrazo. Beso. Bendición. Tráfico. Tráfico. Tráfico. Junta en un Starbucks cualquiera. Café. Mirada dudosa de una ex empleada que pretende volver a la compañía. Mirada dudosa mía. Junta a las 9.00. Meeting con un brit guy a las 10.00. Y toda la mañana con él. El mediodía. La hora de la comida. Café. Escuchar quejas del aire acondicionado, la exhibición, el color de la portada. Como diría Herr Mayer: “Bla, bla, bla…”. Martes cualquiera.

lunes, 9 de junio de 2008

Increíble

El día se nubló.

Y también mis pensamientos.

Durante la jornada entera he deambulado como Nadie en la Ciudad de México. Ayer corrí 20 kilómetros tragando moscos para llegar al final de la nueva zona residencial que se construye cerca, muy cerca, de la presa Madín.

La subida, empinada. De aquellas que producen calambres en las piernas. Pero lo logré. Y al llegar a la cumbre me topé con la inverosímil mansión de un homeless que ha hecho suyo el mundo: un colchón, latas de comida, algo de ropa y –eso sí- una increíble vista a la presa.

Amén.

jueves, 5 de junio de 2008

El gran robo

A papá le robaron las palabras.

Según me contó, el ladrón –un ruin mapache- las sustrajo de un Tsuru color plata modelo 2001, mientras a él le pinchaban el alma durante una sesión de acupuntura. Llegó abatido, pues las palabras que se fueron son aquellas que comenzó a escribir el día en que supo que yo habitaba ya en el vientre de mamá. Durante minutos, horas y días redactó cada idea, cada temor, cada sentimiento con el absurdo objetivo de regalármelas algún día, cuando yo pudiera leerlas y entender.

A papá le robaron las palabras. Pero yo sé bien que éstas no se fueron con aquel cuaderno de tapas metálicas que encontró en una polvorosa librería la noche antes de que mamá lo alcanzara para viajar en Barcelona, unos meses antes de mi concepción. No. En verdad las palabras le fueron robadas mucho tiempo antes, sin que él se diera cuenta, cuando canjeó su pasión y talento por un puesto fijo en una absurda corporación.

Pero para papá, sin duda, siempre será más sencillo culpar al ruin mapache que abrió la cajuela del auto para llevarse (unas cuantas) palabras…